Había una vez un samurai que era muy diestro con la espada y a la vez muy soberbio y arrogante. De alguna manera, él sólo se creía alguien y algo cuando mataba a un adversario en un combate y, por eso, buscaba continuamente ocasiones para desafiar a cualquiera ante la más mínima afrenta. Era de esta manera como el samurai mantenía su idea, su concepto de sí mismo, su férrea identidad.
En una ocasión, este hombre llegó a un pueblo y vio que la gente acudía en masa a un lugar. El samurai paró en seco a una de aquellas personas y le preguntó:
-¿Adónde vais todos con tanta prisa?
-Noble guerrero -le contestó aquel hombre que, probablemente empezó a temer por su vida-, vamos a escuchar al maestro Wei.
-¿Quién es ese tal Wei?
-¿Cómo es posible que no le conozcas, si el maestro Wei es conocido en toda la región?
El samurai se sintió como un estúpido ante aquel aldeano y observó el respeto que aquel hombre sentía por ese tal maestro Wei y que no parecía sentir por un samurai como él. Entonces decidió que aquel día su fama superaría a la de Wei y por eso siguió a la multitud hasta que llegaron a la enorme estancia donde el maestro Wei iba a impartir sus enseñanzas.
El maestro Wei era una hombre mayor y de corta estatura por el cual el samurai sintió de inmediato un gran desprecio y una ira contenida.
Wei empezó a hablar:
—En la vida hay muchas armas poderosas usadas por el hombre y, sin embargo, para mí, la más poderosa de todas es la palabra.
Cuando el samurai escuchó aquello, no pudo contenerse y exclamó en medio de la multitud:
—Sólo un viejo estúpido como tú puede hacer semejante comentario. —Entonces, sacando su katana y agitándola en el airé, prosiguió—: Ésta sí que es un arma poderosa, y no tus estúpidas palabras.
Entonces Wei, mirándole a los ojos, le contestó:
—Es normal que alguien como tú haya hecho ese comentario; es fácil ver que no eres más que un bastardo, un bruto sin ninguna formación, un ser sin ningunas luces y un absoluto hijo de perra.
Cuando el samurai escuchó aquellas palabras, su rostro enrojeció y con el cuerpo tenso y la mente fuera de sí empezó a acercarse al lugar donde Wei estaba.
—Anciano, despídete de tu vida porque hoy llega a su fin. Entonces, de forma inesperada, Wei empezó a disculparse:
—Perdóname, gran señor, sólo soy un hombre mayor y cansado, alguien que por su edad puede tener los más graves de los deslices. ¿Sabrás perdonar, con tu corazón noble de Guerrero, a este tonto que en su locura ha podido agraviarte?
El samurai se paró en seco y le contestó:
—Naturalmente que sí, noble maestro Wei, acepto tus excusas.
En aquel momento Wei le miró directamente a los ojos y le dijo:
—Amigo mío, dime: ¿son o no poderosas las palabras?
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